jueves, 31 de mayo de 2007

La edad de la dignidad

En libre asociación el último post de 1+ me trajo recuerdos de infancia.
Mi hermano menor nació con una malformación en su columna vertebral que, a medida que fue creciendo, le provocó problemas respiratorios al no permitir el libre desarrollo de sus pulmones. Desde muy chico sufrió intensos dolores y se sometió a cruentos tratamientos llamados "de tracción", hasta que, en su adolescencia, tuvo una cirugía reconstructiva que le permitió, y permite, una buena vida. En aquellos años el tratamiento no se realizaba en La Plata, mi ciudad, por lo que había que viajar a Buenos Aires una vez al mes, e internarse con él un par de días.
Mi mamá solía viajar unas horas antes para encargarse de todos los trámites previos (que siempre significaban horas de corridas de aquí para allá), y luego iba a esperarlo a la terminal de ómnibus, donde llegaba acompañado por mi papá, cuando podía pedir el día en su trabajo, o por una buena amiga de ambos.
Una mañana quien iba a acompañarlo enfermó, y mi papá se enfrentó a una situación complicada, no podía ausentarse a su trabajo, ni avisarle a mi mamá que viniese a buscarlo, en parte porque aún no se habían inventado los teléfonos celulares, en parte porque de todos modos no llegarían a tiempo. Yo tenía entonces doce años, mi hermano, siete. Mi papá me miró serio y preguntó "¿te animás a llevarlo?". Le respondí que por supuesto que me animaba, siempre que le dijera que me hiciera caso. Me sentí muy importante, y disimulé el pánico.
Llegamos a la terminal y mientras subíamos escuchando sus mil recomendaciones, que, hacia mí, se centraban en "no lo dejes mover mucho" (ya que le provocaba dolor), se acercó a hablar con el chofer del ómnibus. Exagerado, como siempre, le había explicado la situación, lo que me hizo sentir avergonzada porque yo ya no era una nena (quizás en ese momento había dejado de serlo) y sabía, o al menos suponía, que había cientos de chicos de mi edad que viajaban solos.
El ómnibus iba repleto, conseguimos un asiento para mi hermano, y yo me quedé parada a su lado. Durante el trayecto se detuvo varias veces, y la gente que seguía subiendo me fue empujando hacia atrás, por lo que sólo veía su cabeza que asomaba apenas por encima del asiento cuando el movimiento de los cuerpos entre nosotros me lo permitía. Mucha gente, al ver que iba atestado, elegía esperar al próximo.
En un momento vi que una mujer que para mis doce años era una anciana (ahora sé que no tendría más de sesenta) le hablaba. Me sobresalté un poco, pero no demasiado. Pocos minutos después volví a verlo, esta vez parado, mientras la mujer estaba cómodamente sentada en su asiento.
Comencé a empujar a todos hasta llegar a su lado y le pregunté enojada "¿por qué te levantaste?", él me miró entre asustado y confundido y respondió "no me levanté, la señora me dijo si la dejaba sentar en la punta y me empujó". Con mucha bronca y todo el miedo a cuestas, ya que estaba enfrentando a un adulto, le dije (de mal modo) "señora, salga, este asiento es de mi hermano". No me respondió, como si le estuviese hablando a alguien de otro planeta. Con más rabia le toqué el hombro y casi le grité "le dije que se levante, que acá estaba mi hermano". La mujer me miró sorprendida y ofendida y respondió "él se levantó, mocosa insolente". "Él no se levantó, lo sacaste" le respondí en el colmo de la mala educación (no se tutea a una mujer mayor). "Callate o llamo al chofer" me dijo tratando de bajar la voz porque demasiadas miradas caían sobre nosotros. "Llamalo, dale", le grité, esta vez con la intención de que él me escuche, lo que conseguí, ya que detuvo el vehículo y se acercó a ver qué pasaba.
Mis dotes diplomáticas estaban aún en pañales en aquella época, por lo cual mi explicación estuvo plagada de respuestas airadas a lo que la mujer decía, más que destinada a aclarar la situación. Que otros pasajeros se metieran a dar su versión no ayudó mucho. Comprendí en ese momento que el excesivo celo de mi viejo rendía frutos, el chofer nos "conocía", y sabía que mi hermano debía viajar sentado, y que por sí mismo no se sometería a lo que seguramente le provocaría dolor. Se lo explicó a la mujer, la cual cambió de expresión de inmediato, y mirándome amablemente dijo con voz casi cariñosa, mirando de reojo al resto del pasaje, "pero querida, me hubieras explicado sin enojarte".
En ese momento pensé por qué debía darle alguna explicación, de hecho ella había elegido subir a un ómnibus lleno. Hoy lo sigo pensando, ampliándolo un poco, hoy me pregunto qué le da derecho a alguien, tenga la edad que tenga, de abusar de ella, de usarla para apropiarse de los derechos de otros (sobre todo si ese otro es más vulnerable). Obviamente ver a una persona que por cualquier causa esté en inferioridad física respecto de mí, en una situación en la que yo puedo hacer algo, es razón para querer hacerlo, y agradezco a quienes lo hicieron cuando yo lo necesité, pero es decisión de cada uno, y no tiene ninguna relación con enarbolar el estandarte de la supuesta o real "indefensión" para exigir que el mundo les tolere todo. Y la vejez suele ser un estandarte.
Dicen, y la he visto con mudo respeto, que hay dignidad en la vejez, pero no creo que haya más que la que la persona tiene y tuvo en su vida. No se es digno por ser viejo, la dignidad no es un valor agregado a la edad. Quien fue indignamente abusivo a los cuarenta, seguramente lo será a los ochenta, a menos que haya crecido, además de avejentarse.

martes, 15 de mayo de 2007

Sólo un abrazo

Para Maun
El 15 de julio de 1993 decidí levantarme tarde. Mis cinco meses de embarazo venían un poco complicados, y el descanso era el consejo de todos.
Dicen que estar embarazada produce sueño, y esa mañana parecía que toda la tradición se empeñaba en expresarse. Entredormida escuché el timbre, y luego algunos sonidos que me resultaron extraños, pero conocidos. No le di importancia y seguí durmiendo. "Despertate" me estaba diciendo mi pareja cuando reaccioné, aún sin comprender por qué no me dejaba dormir. "Quedate tranquila, pero falleció tu papá" continuó. Tardé unos cuantos interminables segundos en entender esas palabras, y mucho más en comprender su significado. No tenía ningún sentido, si ayer habíamos quedado en ir al centro esta tarde...
Horas después mi cuñada se acercó a preguntarme si necesitaba algo. "Sí" le respondí "que ya sea el año que viene". Ya en ese momento sabía que sólo el tiempo tendría el poder de sanar. Me abrazó en silencio, y eso era lo que en ese instante necesitaba.
Trece años pasaron desde aquel día en el cual sentí que me habían amputado vida, hasta hoy, cuando el recuerdo es triste y dulce, cuando ya no angustia, un momento que aquel día creí que nunca llegaría, pero llega.
Una historia única, y repetida hasta el infinito en cada uno que enfrentó ese instante.
Y cuando somos el otro, el que no está viviéndolo, sabemos que las palabras no sirven, frases hechas, intentos burdos de decir lo indecible, y de estar, que sepan que estamos, cuando quieran, como quieran. Y cuando somos ese otro a veces no sabemos otro lugar desde el cual expresarnos que no sea el situarnos a nosotros mismos en él.
Un blog no es un espacio para decir cosas íntimas, o sí, qué sé yo, y qué importa.
Es el espacio que yo encuentro hoy, querida amiga, para decirte que estoy, aquí, a miles de kilómetros, pero cerca. Para apostar al tiempo, para asegurarte que aunque en cada uno es único, todos los que estuvimos en ese lugar alguna vez aprendimos que un día nos despertamos y ya no duele, se siente aquí, en la boca del estómago, pero el pecho ya no ahoga.
Para darte un abrazo a mi manera.
Sólo espero que llegue pronto tu "año que viene", cuando pensar en tu viejo te despierte una sonrisa ante el recuerdo de ese loco delirante que no aceptó ser anciano y prefirió recorrer la costa en una moto con sus casi ochenta años en el bolsillo.
Y mientras ese día no llegue, sabés que contás conmigo.