sábado, 16 de septiembre de 2006

Noche de los lápices

Menos de cinco horas bastaron para que las fuerzas militares de la dictadura secuestrasen aquella madrugada del 16 de septiembre de 1976 a Francisco, Daniel, Claudio, Horacio, María Clara y Claudia. El plan de secuestro, tortura y desaparición de personas ya estaba en plena vigencia aunque nadie había escuchado aún hablar de él.
La historia rescató del olvido esa noche de terror ideada por el torturador y asesino Ramón Camps perpetuándola como “La noche de los lápices”.
Cientos de testimonios hechos públicos a partir del juicio a las Juntas militares del Proceso permitieron ir armando el destino de esos seis jóvenes platenses, sus torturas, su sufrimiento, las risas de aquellos cobardes armados y protegidos por el Estado mientras provocaban el mayor dolor posible a adolescentes sin ninguna posibilidad de defensa.
La historia también une sus nombres al reclamo por un boleto estudiantil, y ese recuerdo no los honra, lucharon por mucho más que un boleto, por un mundo sin dictaduras, sin hambre, sin injusticias, con sus creencias, a su manera.
La historia los convirtió en símbolos. No fueron símbolos, fueron seis adolescentes con sus amores y odios, pasiones y opiniones, luchas y proyectos, corajes y temores, seis adolescentes como millones, con derecho a la vida.
El olvido no es opción.



María Claudia Falcone. 16 años


Claudio de Acha. 17 años


Horacio Ungaro. 17 años


María Clara Ciocchini. 17 años


Daniel Alberto Racero. 18 años


Francisco López Muntaner. 16 años


sábado, 9 de septiembre de 2006

También

El teléfono sonó a la madrugada. “Ya está por nacer la nena” me dijo la voz alterada del inaugurado padre. Balbuceé una respuesta tonta y corrí al hospital.
Cuando llegué ella me había ganado, ya estaba en su cuna, con su carita roja por el esfuerzo de salir al mundo y esos ojos que dicen que aún no veían observándolo todo.
Su madre también agotada, pero con mirada calma, feliz.
Su padre era un manojo de nervios. “Hey, calma, ya está” le dije cuando lo vi. Me miró serio y pareció comprender que sí, que ya estaba, que ahí estaba, y estaba todo bien. Lo pensó unos segundos y respondió: “no, no está, recién empieza”. También.
Supe que cambiaría mi vida desde el momento que me enteré de su existencia, pero jamás supuse cuánto. Cada día que la vi crecer dentro del vientre de su madre reviví mi propia maternidad. Ahora, casi tres meses después, viéndola crecer, viéndola descubrir y hacernos descubrir una vez más el mundo para ella, me quedo en silencio asombrada ante lo inexplicable, ante la más pura esencia del amor.
“A menudo los hijos se nos parecen” canta el Nano, también los hermanos, los sobrinos, los nietos, todos aquellos niños de cuyas vidas formamos parte.
“Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción”, también.
¿Cómo saber el límite exacto en el cual ver a cada madre, cada padre, cometer sus propios errores sin decir nada? Tantos cometí yo, y tantos aún cometeré. Tanto me rebelé al consejo de quienes ya habían tenido hijos cuando me convertí en madre, yo sabía y lo que no sabía lo aprendería sola. Luego comprendí que aprendí aquello que me habían dicho, pero por el camino largo. Y también aprendí a ser madre, a ser la madre de mi hijo, de cada hijo, esa relación única entre dos seres únicos.
Hoy observo ese pequeño cielo que nos cubre, me enseña a descubrirla, ensaya una y otra vez sus llantos para aprender a decirnos, no se asusta ante sus intentos fallidos por emitir una palabra, se escucha y asombra, y ríe al comprender que ese sonido lo provocó ella misma. La veo observar mi mano frente a sus ojos, fascinada, moviendo sus pequeños dedos instintivamente, hasta darse cuenta, y mirar su propia mano reconociéndose. Esas pequeñas cosas, esos infinitos detalles que nacen una y otra vez.
Y veo a sus padres asustarse por un estornudo sin poder evitar sonreír cuando no me ven. Me recuerdan a mí.
Hoy aprendí a crear con ella mi propia y única relación en nuestros propios tiempos, y con ellos como padres, y a callar, aunque deba morderme, estableciendo como límite la respuesta a la pregunta precisa y el riesgo de la pequeña. No más allá, ellos sabrán, ellos aprenderán, como todos.
También debo aprender yo.