sábado, 29 de julio de 2006

No quiero

No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile el aliento.
No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.

No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero
que el labriego trabaje sin agua
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.

No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes
camisetas de punto y cuadernos.

No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas
que en los trajes se pongan señales.

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles
que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos
que decreten lo que es poesía.

No quiero amar en secreto,
llorar en secreto
cantar en secreto.

No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO...

Angela Figuera Aymerich (1902-1984)

jueves, 6 de julio de 2006

¿Nunca es triste la verdad?

En pura asociación libre el post de Maun me recordó a Ezequiel. Tenía ocho años, estaba en 2do grado, inteligente, alegre, afectivo, con la capacidad de distracción más grande que haya conocido.
Una mañana me miró serio y dijo: "hoy estoy triste porque se murió mi papá". Me sorprendió muchísimo, nadie me había dicho nada, lo cual no es normal, ya que se tiene plena conciencia dentro del ámbito escolar de que esos alumnos requieren una especial contención de la que sus maestros no pueden estar ajenos.
Cuando me puse en comunicación con su mamá ella quedó tan sorprendida como yo. El padre de Ezequiel no había muerto, hacía casi tres años le había dicho que volvería a buscarlo para llevarlo al Zoológico ese fin de semana, y nunca había regresado. Se había separado de la madre cuando Ezequiel tenía tres años, y en los dos siguientes, antes de alejarse definitivamente, apenas lo había visitado un par de veces, en el Día del padre y en su cumpleaños (del padre, no de Ezequiel). Luego simplemente no volvió.
Su mamá le preguntó por qué había dicho algo así, y él respondió con su lógica acostumbrada "es lo mismo, no sabemos si está vivo o muerto". Detrás de esa lógica estaba lo que él no iba a decir, y seguramente no sabía, que es preferible un padre muerto que uno que no te quiere. Ezequiel decidió matar a su papá, era mucho menos doloroso que reconocer el abandono, la falta de amor y la culpa por no haber logrado que su padre lo quisiera (aunque no tuviese ninguna).
Después crecemos, y obviamente no deseamos la muerte de nadie, y mucho menos de alguien querido. Pero algo de ese niño que prefiere enfrentar la muerte al desamor sobrevive.
Empezamos a "matar" gente que amamos con una muerte que no es muerte, pero es tan ajena y tenemos tan poco control como sobre ella.
Una pareja se quiebra, y la culpa la tiene un otro/a que interfirió, aunque sabemos que en una pareja sólo existe un compromiso entre dos y nadie puede interferir si uno de los dos no lo permite, es mejor que sea un otro el culpable, no el desamor. Un hermano, un amigo, que se aleja, no responde, nunca está disponible para nosotros, es por sus responsabilidades, mucho trabajo, compromisos, nunca es desinterés. Un hijo que ni recuerda llamar por teléfono el día del cumpleaños de alguno de sus padres es muy chico, o muy adolescente, o muy ocupado, o muy distraído, nunca es desconsideración. Y en el peor de los casos no sólo preferimos que estén "muertos" sino ser el asesino, no supimos hacer que nos quieran, no supimos mantener una relación.
Demasiadas veces preferimos decir que hoy estamos tristes porque papá murió a enfrentar una realidad tan simple como que no hay amor, y que no haya culpables.